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Percibieron
los signos de la presencia de Cristo
«Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio.
Entonces a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron». (Lc
24,30-31)
Acabamos de escuchar estas palabras del evangelio de san Lucas, que narran
el encuentro de Jesús con dos de sus discípulos en camino hacia la aldea
de Emaús, el mismo día de su resurrección. Ese encuentro inesperado alegra el corazón de los dos viandantes
desconsolados, y les devuelve la esperanza. El evangelio dice que, después de reconocerlo, «al momento se
volvieron a Jerusalén». (Lc 24, 33) Sentían necesidad de comunicar a los Apóstoles «lo que les había
pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». (Lc
24,35)
Del encuentro personal con Jesús brota, en el corazón de los creyentes,
el deseo de dar testimonio de él. Es
lo que sucedió en la vida de los tres nuevos santos, a quienes hoy tengo
la alegría de elevar a la gloria de los altares: Marcelino Benito
Champagnat, Juan Calabria y Agustina Livia Pietrantoni. Abrieron sus ojos a los signos de la presencia de Cristo: lo
adoraron y acogieron en la Eucaristía, lo amaron en sus hermanos más
necesitados, y reconocieron las huellas de su designio de salvación en
los acontecimientos de la existencia diaria.
Escucharon las palabras de Jesús y cultivaron su compañía, sintiendo
arder su corazón en el pecho. ¡Qué
fascinación tan indescriptible ejerce la presencia misteriosa del Señor
en los que lo acogen! Es la experiencia de los santos. Es la misma experiencia espiritual que podemos hacer nosotros,
peregrinos por los caminos del mundo hacia la patria celestial. El Resucitado también sale a nuestro encuentro con su palabra,
revelándonos su amor infinito en el sacramento del Pan eucarístico,
partido para la salvación de toda la humanidad. Que los ojos de nuestro espíritu se abran a su verdad y a su amor,
como sucedió con Marcelino Benito Champagnat, Juan Calabria y Agustina
Livia Pietrantoni.
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?». Este deseo ardiente de Dios que tenían los discípulos de Emaús
se manifestó vivamente en Marcelino Champagnat, que fue un sacerdote
conquistado por el amor de Jesús y de María. Gracias a su fe inquebrantable, permaneció fiel a Cristo, incluso
en medio de las dificultades, en un mundo a menudo sin el sentido de Dios. También nosotros estamos llamados a fortalecernos con la
contemplación de Cristo resucitado, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.
San Marcelino anunció el Evangelio con un corazón ardiente. Fue sensible a las necesidades espirituales y educativas de su época,
especialmente a la ignorancia religiosa y a las situaciones de abandono
que vivía particularmente la juventud. Su sentido pastoral es ejemplar para los sacerdotes: llamados a
proclamar la buena nueva, también deben ser verdaderos educadores para
los jóvenes, que buscan un sentido a su existencia, acompañando a cada
uno en su camino y explicándoles las Escrituras. El padre Champagnat es, asimismo, un modelo para los padres y los
educadores: les ayuda a contemplar con esperanza a los jóvenes y a
amarlos con un amor total, que favorece una verdadera formación humana,
moral y espiritual.
Marcelino Champagnat nos invita, además, a ser misioneros, para dar a
conocer y hacer amar a Jesucristo, como lo hicieron los Hermanos Maristas
incluso en Asia y Oceanía. Con
María como guía y Madre, el cristiano es misionero y servidor de los
hombres. Pidamos al Señor un corazón tan ardiente como el de
Marcelino Champagnat, para reconocerlo y ser sus testigos.
«Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos». (Hch
2,32)
«Todos nosotros somos testigos»: el que habla es Pedro, en nombre de los
Apóstoles. En su voz
reconocemos la de los innumerables discípulos, que a lo largo de los
siglos han hecho de su vida un testimonio del Señor muerto y resucitado. A este coro se unen los santos canonizados hoy. Se une don Juan Calabria, testigo ejemplar de la Resurrección. En él resplandecen la fe ardiente, la caridad genuina, el espíritu
de sacrificio, el amor a la pobreza, el celo por las almas y la fidelidad
a la Iglesia.
En este año dedicado al Padre, que nos introduce en el gran jubileo del año
2000, estamos invitados a dar el máximo relieve a la virtud de la
caridad. Toda la vida de Juan
Calabria fue un evangelio vivo, rebosante de caridad: caridad hacia Dios y
caridad hacia sus hermanos, especialmente hacia los más pobres. La fuente de su amor al prójimo eran la confianza ilimitada y el
abandono filial con respecto al Padre celestial. A sus colaboradores solía repetir las palabras evangélicas:
«Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará
por añadidura». (Mt 6,33)
El ideal evangélico de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia
los humildes, los enfermos y los abandonados, impulsó también a Agustina Livia Pietrantoni a las cumbres de la santidad. Sor Agustina, formada en la escuela de santa Juana Antida Thouret,
comprendió que el amor a Jesús exige el servicio generoso a los
hermanos. En efecto, en su
rostro, especialmente en el de los más necesitados, resplandece el rostro
de Cristo. «Sólo Dios» fue
la «brújula» que orientó todas sus opciones de vida. «Amarás», el mandamiento primero y fundamental, puesto al
comienzo de la «Regla de vida de las Hermanas de la Caridad», fue la
fuente inspiradora de los gestos de solidaridad de la nueva santa, el
impulso interior que la sostuvo en su entrega a los demás.
En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que
fuimos rescatados «no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a
precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha». (1 P
1,19) La certeza del valor
infinito de la sangre de Cristo, derramada por nosotros, indujo a santa
Agustina Livia Pietrantoni a responder al amor de Dios con un amor
igualmente generoso e incondicional, manifestado mediante el servicio
humilde y fiel a los «queridos pobres», como solía repetir.
Dispuesta a cualquier sacrificio, testigo heroica de la caridad, pagó con
su sangre el precio de la fidelidad al Amor. Que su ejemplo y su intercesión obtengan al instituto de las
Hermanas de la Caridad, que celebra este año el bicentenario de su
fundación, un nuevo impulso apostólico.
«Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída». (Lc 24,
29) Los dos viandantes,
cansados, pidieron a Jesús que se quedara con ellos en su casa para
compartir su mesa.
Quédate con nosotros, Señor resucitado. Ésta es también nuestra aspiración diaria. Si tú te quedas con nosotros, nuestro corazón está en paz.
Acompáñanos, como hiciste con los discípulos de Emaús, en nuestro
camino personal y eclesial.
Ábrenos los ojos, para que sepamos reconocer los signos de tu presencia
inefable.
Haz que seamos dóciles a las inspiraciones de tu Espíritu. Aliméntanos todos los días con tu Cuerpo y tu Sangre, pues así
sabremos reconocerte y te serviremos en nuestros hermanos.
María, Reina de los santos, ayúdanos a poner en Dios nuestra fe y
nuestra esperanza. (cf. 1 P 1,21)
San Marcelino Benito Champagnat, san Juan Calabria y santa Agustina Livia
Pietrantoni,
¡rogad por nosotros! |